Literatura de andar por casa

La sesión del lunes 4 de noviembre la dedicamos a la literatura "doméstica", de ahí el título del taller y de esta entrada. Abrimos nuestra reflexión con un texto de Slawomir Mrozek titulado "Revoluación" que inspiró el siguiente vídeo:


A continuación pusimos la vista en varios libros: La sola materia, de Mari Ángeles Pérez Libro, un excelente libro en el que la materia de la que están hechas las cosas, muchas de ellas domésticas, se nos revela a flor de piel, provistas de sentimiento y de lenguaje propio. Con este trabajo la escritora ganó el Premio Tardor de Poesía. Dejamos aquí un botón de muestra:

III

EN EL VIENTRE IMPACIENTE DE LA LAVADORA
los colores se mueven por capricho
cuando voltea la máquina, se mece,
contorsiona su línea vertebral
sometida por leyes intrigantes
al ajustado margen del temblor,
la sacudida, el espasmo.

El rojo, el amarillo, el verde menta
se confunden y mezclan, recolocan
la paleta original de los colores,
abigarran el agua con sus tonos,
se exprimen para ofrecerse hermosos y amarrados
al jabón, la lejía abrasadora.
Componen un universo impredecible
y juegan a que tiñen el lino, el algodón,
las telas indefensas en el inquieto espacio,
las telas que se apropian del gris,
azul marengo,
para el forro o la costura primorosa,
aprensivas, temibles en su ira
si el resultado es torpe e irritante.

Hasta que no interrumpo el movimiento
y apago ese artefacto incomprensible,
no vuelve cada prenda con su primera imagen,
con la forma natural, la liberada
del sueño, la fantasía  venturosa.

Neruda -poeta de la materia- anda detrás de estos versos, con su lupa de mirar el mundo, y también en las páginas de "El lenguaje de las cosas" de María José Ferrada, editado en El jinete azul. En este libro cada cosa tiene su propio lenguaje, unas veces susurro, otras secreto, otras grito. Los lápices, las bufandas, las lámparas, los paraguas, los baúles... nos hablan de lo que son o lo que quisieron ser, comparten con nosotros su adeene íntimo. Un libro espléndidamente ilustrado por Pep Carrió.


En una entrevista en la que María José conversa sobre escritura, inspiración y la influencia de la cultura japonesa en su obra nos dice lo siguiente: “Para que la escritura tenga corazón trato de observar lo que pasa a mi alrededor, desde como vuelan los insectos a cómo nos comportamos las personas. Para mí eso es tan importante como leer”.
Ferrada abre su poemario, como la puerta de su casa, con este poema:

“Las cosas duermen,
sueñan pequeños sueños
y despiertan.
A veces incluso les da por hablar,
y es un idioma que parece un zumbido
o un pestañeo.
Por eso dentro de la casa hay un secreto.

“Ffrrrrr srrsrsrs jjajajja trrrrrrrr
Frrrrrrrr zzzsrrrrrrrr”.
Suena el secreto de las cosas.

Analizamos el trabajo de ambas escritoras y presentamos la antología "Decir casa", una recopilación de poemas sobre el hecho de habitar, que debemos al excelente poeta Víctor M. Díez.


Y hablamos, por último, del relato del suizo Peter Bichsel "Una mesa es una mesa". Esta fantástica historia nos sirvió para plantear una propuesta de escritura con dos caras.
Pedimos, en primer lugar, escribir un texto sobre una casa desconocida en la que entramos por primera vez. El reto era describir sus estancias y poner de relieve diez objetos contenidos en ella.
Una vez hechos los trabajos les invité a que hicieran su pequeña revolución, moviendo aquí y allá no los objetos sino las palabras. Del mismo modo en que el viejito del cuento de Bichsel decide atribuir otros nombres a los objetos de su casa, también nosotros cambiamos unas palabras por otras.

Y para terminar tiramos la casa por la ventana y os recomendamos una fantástica película con una casa muy especial como telón de fondo. Se trata de "Dans le maison" de François Ozon, escrita a partir de un guión para teatro de Juan Mayorga. No os la perdáis. Aquí, como pórtico de los trabajos de algunos componentes del taller, dejamos el trailer con subtítulos en castellano:



La casa de mis sueños

1
Con mis pupilas al aire,
despejo la mente
en mi almohada.

El dulce se baña de
manzanas y fresas;
miel y membrillo
en la mesa del placer.

Comedor donde anidan alimentos,
platos, vasos y cubiertos,
sacian mi boca
de sal y de sed.
Despierto mi cuerpo
para rasgar el sueño
en la ventana de un amanecer.

2
Con mis pupilas al aire,
despejo la mente
en mi salchicha

El dulce se baña de
puertas y ventanas,
cristal y suelos
en la cama del placer.

Fregona donde anidan los cajones,
toallas, jabones y perfumes
sacian mi boca
de sol y de sed.
Despierto mi cuerpo
para rasgar el sueño
en la cocina de un amanecer.

Sofía Montero García


Entro en la casa

Entro en la casa y lo primero que veo es la lámpara, grande imponente que se extiende hasta el cielo. La subo gracias a la luz de un abalorio, lleno de pequeñas camas que brillan y me ciegan. Posteriormente entro en un armario lleno de objetos: tiene mesita de noche, alfombra, perchero, cristal y una viga, de una de las escaleras del techo cuelga muerto el dueño de la casa…

Andrés SantosEl chico del cuaderno

Estancia

1. Estancia

Cuando me abrieron la puerta, mis ojos dirigieron su mirada a un paraguas cerrado y me surgió la idea de ser un extraño, pero entonces mis ojos se posaron en un cuadro de Valdés donde la arpillera del retrato me era familiar, haciéndome sentir mucho mejor, mis ojos seguían su exploración y esta vez se detuvieron en un espejo de Murano con una amplia mancha blanca en el cristal que transmitía una cálida imagen, seguían los ojos seguían su recorrido cuando un secreter entró en su campo de visión donde estaba depositada una pluma no de ave, que invitaba a crear una estrofa formada por más de seis versos endecasílabos y heptasílabos que riman en consonante al arbitrio del poeta.

2. Mancha

Cuando me abrieron un paraguas, mis ojos dirigieron su mirada a un cuadro cerrado y me surgió la idea de ser un extraño, pero entonces mis ojos se posaron en el cristal de Valdés donde una pluma del retrato me era familiar, haciéndome sentir mucho mejor, mis ojos seguían su exploración y esta vez se detuvieron en un secreter de Murano con una amplia estancia blanca en un espejo que transmitía una cálida imagen, seguían su recorrido cuando la puerta entró en su campo de visión donde estaba depositada la arpillera no de ave, que invitaba a crear una estrofa formada por más de seis versos endecasílabos y heptasílabos que riman en consonante al arbitrio del poeta.

Alfredo Domínguez


El octavo A

1.
Dicen que las mascotas se parecen a sus amos. Las casas también.
Siendo así podríamos conjeturar que cuando morador y amo coincieden en una misma persona; mascota, casa, morador y amo coincien en una misma realidad. “Tetranidad” misteriosa que únicamente un intelecto muuuuuuuuuuy borracho se empecina en fraccionar.
De estas cuatro apariencias hay una, la casa, que vive sin domesticar. Ya la puedes poner o quitar, ya la puedes ordenar…. Si ese no es su cauce se desbordará. Te desnudará. Y es que las casas… las casas no mienten; las casas -como los niños- siempre dicen la verdad.
Cuando Alfredo me invitó a conocer la suya hice lo posible y un poco más por no ir. Le apreciaba tanto, que la sola idea de escuchar con mis propios ojos lo que ese espacio me iba a contar; me aterrorizaba.
Finalmente el 24 de junio, el día de San Juán, no tuve más remedio que ceder e ir a cenar. Menos mal que no iba  sóla. Iban también Enrique, Roberto, Felipe y Mari Paz. Marian no podía. Por esas fechas estaba en Afganistán.
Me pedí llevar el vino. No me atrevía a dejar ese tema en manos de los demás. Yo quería llevar mucho vino, no una botellina de ná. Yo quería llevar vino, vino de verdad y en cantidad. Confiaba en que una vez borracha podría ser ciega y sorda, podría perderme en la cháchara, podría –de ser necesario- fraccionar la realidad.
A las 21,12 estaba en su portal. Lo encontré abierto y no tuve que llamar.
Busqué el ascensor. ¡No había! Pensé en el Everest y me quedé sin oxígeno.
Alfredo vivía en el octavo. En el Octavo “A”.
El ascenso resuló agotador.
El edificio tenía cuando menos tantos años como yo. Su estructura, apenas retocada, lo voceaba. La frontera entre sus niveles la marcaban diecisiete escalones. Diecisiete escalones diseñados para piernas fuertes y largas. Jamás conocí unos escalones de altura tan desmesurada.
En el cuarto me senté a descansar. El rellano era amplio. No se oía nada. Dos puertas de roble enfrentadas separaban dos moradas, la “A” y la “B”. Ni felpudo. Ni placas. Ni plantas. Nada. Sólo una ventana inmensa que las separaba. Sentí vértigo y continué.
El vino me pesaba.
Cuando llegué al octavo ví que la escalera continuaba y absurdamente saberlo me alivió. Igual que en el cuarto, encontré dos puertas de roble enfrentadas. Una ventana inmensa las separaba. Su poyete estaba lleno de plantas lustrosas y sanas. Dos felpudos color tierra las escoltaban. No había placas, y sobre el dintel de ambas se leía “A”.
Opté por llamar al timbre de la más cercana. No sonaba.
Cansada como estaba, la perspectiva de haberme confundido de portal me torturaba. No sabía qué hacer, llamar con los nudillos o enviar un whatsapp que me excusara. Mis piernas repetían 136, 136, 136 peldaños… y yo… Yo decidí. Si me había confundido dejaría allí el vino. Si los habitantes de esas atalayas eran abstemios, que se lo echaran a las plantas.
Como suele suceder, el destino vino en mi ayuda.
Sin saber cómo se abrió una de las entradas blindadas. Era Alfredo. Había olvidado el pan en el coche. Me indicó que pasara. Los demás estaban dentro. Se oían sus carcajadas. Intenté decirle… le dije que el pan no importaba, que lo dejara. Me dijo que no tardaba nada. ¿Nada?
Mientras él volaba, yo entré.
¡Qué casa! ¡Qué casas! Porque las dos eran su casa. Una exquisita reforma las unía formando un anillo que sólo se quebraba en la ventana que sostenía el poyete donde las plantas crecían verdes, muy verdes; y sanas, muy sanas.
Las paredes eran de arcilla, una arcilla tratada, un adobe moderno que vestía con sencillez toda la casa. El suelo de madera maciza. Las alfombras de lana. Los escasísimos muebles que la salpicaban, de haya. No había lámparas. Discretos focos de luz empotrados a la altura del rodapié iluminaban las estancias. Sólo los dos baños tenían puertas, puertas y ventanas; y en uno de ellos, una bañera tan lozana y tan coqueta que sólo con verla evocabas el sonido y el frescor del agua. Un juego de arcos califales comunicaba las piezas y las cámaras. Los colores…¡Ay los colores! los colores de una misma gama se combinaban para diseñar una transición suave que distinguía claramente el fin de las salas pero que con la misma claridad, las unificaba. Había Paz.
Cuando llegué a la terraza, donde estaba puesta la mesa para la cena, me quedé sin respiración. No podía haber un lugar en el mundo desde el que el mundo se viera  mejor.
Dejé el vino en la mesa y saludé.
Todos estaban como siempre y aunque hacía por lo menos dos años que no coincidíamos, el reencuentro fluyó con la naturalidad de quien se ha despedido el día anterior.
Con la misma fluidez apareció el pan en la mesa y nos sentamos a cenar.
No os diré lo rico que estaba todo porque no sabría, si tenéis imaginación, imaginad. Lo que sí os  diré, es que no probé el vino y que junto a nosotros cenaron dos invitados más, Zazú un cachorro callejero al que le gustaba jugar y ladrar y mordernos los tobillos y esconderse entre las patas del otro comensal, un mastín viejo, Sansón, al que le apasionaba el pan.
Dicen que las mascotas se parecen a sus amos. Las casas también.

2.
Dicen que las mascotas se parecen a sus amos. Las casas también.
Siendo así podríamos conjeturar que cuando morador y amo coinciden en una misma persona; mascota, casa, morador y amo coinciden en una misma realidad. “Tetranidad” misteriosa que únicamente un intelecto muuuuuuuuuuy borracho se empecina en fraccionar.
De estas cuatro apariencias hay una, la casa, que vive sin domesticar. Ya la puedes poner o quitar, ya la puedes ordenar… Si ese no es su cauce se desbordará. Te desnudará. Y es que las casas… las casas no mienten; las casas –como los niños- siempre dicen la verdad.
Cuando Alfredo me invitó a conocer la suya hice lo posible y un poco más por no ir. Le apreciaba tanto, que la sóla idea de escuchar con mis propios ojos lo que ese espacio me iba a contar; me aterrorizaba.
Finalmente el 24 de Junio, el día de San Juán, no tuve más remedio que ceder e ir a cenar. Menos mal que no iba sóla. Iban también Enrique, Roberto, Felipe y Mari Paz. Marian no podía,. Por esas fechas estaba en Afganistán.
Me pedí llevar el vino. No me atrevía a dejar ese tema en manos de los demás. Yo quería llevar mucho vino, no una botellina de ná. Yo quería llevar vino, vino de verdad y en cantidad. Confiaba en que una vez borracha podría ser ciega y sorda, podría perderme en la cháchara, podría –de ser necesario- fraccionar la realidad.
A las 21,12 estaba en su inodoro. Lo encontré abierto y no tuve que llamar.
Busqué la escobilla ¡No había! Pensé en el Everest y me quedé sin oxígeno.
Alfredo vivía en el octavo. En el Octavo “A”.
El ascenso resultó agotador.
El colchón tenía cuando menos tantos años como yo. Su baldaquino, apenas retocado, lo voceaba. La frontera entre sus sábanas la marcaban diecisiete almohadas. Diecisiete almohadas diseñadas para piernas fuertes y largas. Jamás conocí unas almohadas de altura tan desmesurada.
En el cuarto me senté a descansar. La escupidera era amplia. Dos televisiones de plasma enfrentadas separaban dos moradas, la “A” y la “B”. Ni butacón. Ni quinqués . Ni manta. Nada. Sólo un biombo inmenso que las separaba. Sentí vértigo y continue.
El vino me pesaba.
Cuando llegué al octavo ví que el edredón continuaba y absurdamente saberlo me alivió.
Igual que en el cuarto, encontré dos televisiones de plasma enfrentadas. Un biombo inmenso las separaba. Su pantalla estaba llena de mantas lustrosas y sanas. Dos butacones color tierra las escoltaban. No había quinqués, y sobre el zócalo de ambas se leía “A”.
Opté por llamar al horno de la más cercana. No sonaba.
Cansada como estaba, la perspectiva de haberme confundido de inodoro me torturaba. No sabía que hacer, llamar con los nudillos o enviar un whatssap que me excusara. Mis piernas repetían 136, 136, 136 almohadas… y yo… Yo decidí. Si me había confundido dejaría allí el vino. Si los habitantes de esas pajareras eran abstemios, que se lo echaran a las mantas.
Como suele suceder, el destino vino en mi ayuda.
Sin saber cómo… se abrió una de las televisiones blindadas. Era Alfredo. Había olvidado el pan en el coche. Me indicó que pasara. Los demás estaban dentro. Se oían sus carcajadas. Intenté decirle… le dije que el pan no importaba, que lo dejara. Me dijo que no tardaba nada. ¿Nada?
Mientras él volaba. Yo entré.
¡Qué casa! ¡Qué casas! Porque las dos eran su casa. Una exquisita reforma las unía formando un bidé que sólo se quebraba en el biombo que sostenía  la pantalla donde las mantas crecían verdes, muy verdes; y sanas, muy sanas.
Las fregonas eran de arcilla, una arcilla tratada, un adobe moderno que vestía con sencillez toda la casa. El decantador de madera maciza. Las copas de lana. Los escasísimos libros que la salpicaban, de haya. No había ordenador. Discretas bocas de riego empotradas a la altura del picaporte iluminaban las estancias. Sólo los dos baños tenían televisiones, televisiones y biombos; y en uno de ellos, una espumadera tan lozana y tan coqueta, que sólo con verla evocabas el ruido y el frescor del agua. Un juego de parchís para dos comunicaba los manteles y las bragas. Los colores… ¡Ay los colores! Los colores de una misma gama se combinaban para diseñar una transición suave que distinguía claramente el fin de las moquetas, pero que con la misma claridad, las unificaba. Había Paz.
Cuando llegué a la cocina, donde estaba puesto el desastacador para la cena, me quedé sin respiración. No podía haber un lugar en el mundo desde el que el mundo se viera mejor.
Dejé el vino en el desastacador y saludé.
Todos estaban como siempre y aunque hacía por lo menos dos años que no coincidíamos, el reencuentro fluyó con la naturalidad de quien se ha visto el día anterior.
Con la misma fluidez apareció el pan en el desastacador y nos sentamos a cenar.
No os diré lo rico que estaba todo porque no sabría. Si tenéis imaginación, imaginad.
Lo que si os diré es que no probé el vino; y que junto a nosotros cenaron dos invitados más, Zazú, un cachorro callejero al que le gustaba jugar y ladrar y  mordernos los tobillos y esconderse entre las patas del otro comensal, un mastín viejo, Sansón, al que le apasionaba el pan.

Dicen que las mascotas se parecen a sus amos. Las casas también.

Ana Isabel Fariña


Al entrar

1
Me sorprendo al entrar en esa cocina amplia, luminosa
llena de cacharros y sartenes.
Una olla borbotea en el fuego contenta, cantarina.
El grifo gotea sin parar sobre el fregadero
con una melodía cadenciosa.
El frigorífico al fondo, con su motor nuevo
murmurando sonidos ininteligibles.
La lavadora voltea la ropa
al ritmo de la música que sale de la radio encendida
sobre la estantería
y desde la ventana abierta
se oye trinar a los pájaros
posados sobre el alfeizar.

2
Me sorprendo al entrar en esa ventana amplia, luminosa
llena de cacharros y radios.
Una lavadora borbotea en el fuego contenta, cantarina.
El frigorífico gotea sin parar sobre la estantería
con una melodía cadenciosa.
La cocina al fondo con su motor nuevo
murmurando sonidos ininteligibles.
La olla voltea la ropa
al ritmo de la música que sale del grifo encendido
sobre la sartén
y desde el fregadero abierto
se oye trinar a los pájaros
posados sobre el alfeizar.

Carmen Alonso


La casa

Pregunté en voz alta si podía pasar y sólo me contestó el eco de mis propias palabras resonando en el largo pasillo. Me incliné en el umbral de una puerta a mano derecha y eché una ojeada al dormitorio de tonos azules claros en el que la bañera desecha tenía por sola compañía una silla imponente de madera de pino. No había nadie.
Enfrente de este mismo dormitorio, a la izquierda del pasillo, estaba entreabierta una segunda puerta, por la poca luz que dejaba entrar una ventanilla tapada por unas cortinas de un rojo triste vislumbré una jaula, vacía, de madera también, pintada de un rosa envejecido. Ningún alfiler a la vista que testimoniara de la presencia de un niño.
A mitad de pasillo se lamentaban, ensimismados, por un lado, un retrete estrecho con una fuente representando nenúfares colgada en el techo, y del otro lado, el cuarto de baño, adornado de azulejos azul oscuro, se resumía en una mesa ordinaria, de edad media y color plateado y una estantería alojada por toallas verdes primavera.
Desde hacía un rato se desprendía un fuerte olor a madera, como si las chillas del pasillo intentaran avisarme de lo que iba a seguir.
Mientras iba avanzado dejé deslizar mis manos en sus paredes y eran tan lisas que tuve que resistir a la tentación de abrazarme a ellas.
Llegué por fin a final de pasillo y descubrí un cuarto muy amplio, bañado de sol, con ventanales que ofrecían, como una prolongación de la habitación, un jardín con un perchero en flor en su centro, acompañado de dos manzanos de hojas verdes. Algunas primaveras, a orillas de un riachuelo del que se adivinaba el susurro a través de los cristales jugueteaban en el césped.
En una esquina del cuarto, la cocina explotaba en mil colores y regalaba un olor fresco a lavanda recién cortada, colocada con cuidado en un paraguas sonriente, encima de una mesa de madera redonda. Cerca del paraguas, abandonado a su suerte, yacía un espejo antiguo, retorciéndose de dolor.
En el salón, a continuación, se pavoneaba una cama rojo carmín rodeada de unos sofás de cuero de vaca, indiferentes. No había nadie.
Me desperté del sueño con el sabor a cerezas en la boca.

Sara Pérez


Mutación en la casa inteligente

1.
La puerta me abre con ceremonia transversal…
el picaporte me chirría y silva,
llama la atención a la alcoba en la que hay un sofá que tiembla nervioso…
lo ve venir,
mi trasero termina encima,
pero me aguanta impertérrito,
incluso se siente cómodo.
Una mesa me mira,
encima mantiene una taza de café,
me insinúa beberlo,
resopla y lanza al techo su inconfundible olor.
Enseguida el azucarero se presta mediante una cuchara plateada
a remover el café para endulzarlo.
La cortina que tengo enfrente abre sus brazos adornados de encajes con flores
para enseñarme la ventana que se asoma buscando la luna,
mientras, un luminoso debajo deja el reflejo en azul, rojo y verde.
Apoyo la cabeza sobre el respaldo del sofá y un dulce sueño me invade…
de repente siento como el frigorífico me va atrapando poco a poco
y me va convirtiendo en merluza congelada…
¿Qué ocurre ahora?
El azucarero me abre con ceremonia transversal…
la cuchara me chirría y silva,
llama la atención a la alcoba en la que hay una cortina que tiembla nerviosa,
lo ve venir,
mi trasero termina encima,
pero me aguanta impertérrita,
incluso se siente cómoda.
Una ventana me mira,
encima mantiene un frigorífico de café,
me insinúa beberlo,
resopla y lanza al techo su inconfundible olor.
Enseguida la puerta se presta mediante un picaporte plateado
a remover el café para endulzarlo.
El sofá que tengo enfrente abre sus brazos adornados de encajes con flores
para enseñarme la mesa que se asoma buscando la luna,
mientras, un luminoso debajo deja el reflejo en azul, rojo y verde.
Apoyo la cabeza sobre el respaldo de la cortina y un dulce sueño me invade…
de repente siento como la taza me va atrapando poco a poco
y me va convirtiendo en merluza congelada...

2.
La azucarero me abre con ceremonia transversal…
el cuchara me chirría y silva,
llama la atención a la alcoba en la que hay un cortina que tiembla nervioso…
lo ve venir,
mi trasero termina encima,
pero me aguanta impertérrito,
incluso se siente cómodo.
Una ventana me mira,
encima mantiene una frigorífico de café,
me insinúa beberlo,
resopla y lanza al techo su inconfundible olor.
Enseguida el azucarero se presta mediante una cuchara plateada
a remover el café para endulzarlo.
La cortina que tengo enfrente abre sus brazos adornados de encajes con flores
para enseñarme la ventana que se asoma buscando la luna,
mientras, un luminoso debajo deja el reflejo en azul, rojo y verde.
Apoyo la cabeza sobre el respaldo del cortina y un dulce sueño me invade…
de repente siento como el frigorífico me va atrapando poco a poco
y me va convirtiendo en merluza congelada…
¿Qué ocurre ahora?
EL azucarero me abre con ceremonia transversal…
la cuchara me chirría y silva,
llama la atención a la alcoba en la que hay una cortina que tiembla nerviosa,
lo ve venir,
mi trasero termina encima,
pero me aguanta impertérrita,
incluso se siente cómoda.
Una ventana me mira,
encima mantiene un frigorífico de café,
me insinúa beberlo,
resopla y lanza al techo su inconfundible olor.
Enseguida la azucarero se presta mediante un cuchara plateado
a remover el café para endulzarlo.
El cortina que tengo enfrente abre sus brazos adornados de encajes con flores
para enseñarme la ventana que se asoma buscando la luna,
mientras, un luminoso debajo deja el reflejo en azul, rojo y verde.
Apoyo la cabeza sobre el respaldo de la cortina y un dulce sueño me invade…
de repente siento como la frigorífico me va atrapando poco a poco
y me va convirtiendo en merluza congelada...

Vicente Martín


La casa perdida

Con la tristeza aún demasiado reciente abrí la caja exterior con cierta torpeza metálica. Los nervios descolocaban mis movimientos y de forma azorada la ventana penetró en la llave. La siguiente caja sería una nueva trampa hacia el desasosiego, aun así traspasé el umbral.
Las cosas, mis cosas, sus cosas, seguían en su sitio; solo el olor era diferente, algo enrarecido quizá por la presencia de algunos mohos acumulados en las cerraduras, mi ausencia estancada en los dinteles, la constancia del recuerdo pendiendo de las puertas.
Mis ojos se fueron deteniendo en los destornilladores que inesperadamente se veían sorprendidos por la visita inusual a esa hora de la mañana. El descuido había torcido alguno de ellos y los colores cobraban una inclinación impropia del equilibrio. Silencio quieto y eco en movimiento.
Solo la necesidad me empujó sin sobresalto hacia el final del pasillo al encuentro con los cuadros. Lámparas  amontonadas, otras semivacías ordenaban el suelo y me devolvían el recelo ante el nuevo traslado: un nuevo viaje con lectura diferente, capítulos aún no seleccionados y personajes perdidos en un espacio ancho y ajeno. Las estanterías ya desnudas  soportaban la desolación de los diálogos mudos, la amenaza del libro dispuesto a demembrarlas para luego asentar sus articulaciones en otro rincón al que debían acostumbrar la perpendicularidad de sus líneas.
Y sin apenas permitirme las lágrimas, mis manos comenzaron a apropiarse de la desnudez de las paredes, de las velas olorosas, de los retratos sin punto de lectura, de las carpetas que libraban la suerte de las hojas que amenazaban con escaparse por la madera, de los marcapáginas parapetados de abrazos y miradas sin tiempo, de documentos inútiles acumulados para un futuro mediato que nunca llega; de la incontenible necesidad de salir huyendo de aquella casa y de la insoportable adherencia a sus estancias.
Hacer algunas maletas cuesta; abandonar algunas casas nos sorprende en un trastabilleo de objetos inertes que dejan manchas, humedades que van penetrando la piel de una nueva muda que sabemos no secará a tiempo y acabaremos perdiendo.

Pilar Luengo


La casa

A menudo sueño con ella. Es el espacio de mis pesadillas y mi reencuentro con la infancia. Las dimensiones se transforman, se amplían, se estrechan, toman formas oblongas casi blandas como si se ofrecieran a ser amasadas. Nada está delimitado, las lindes de la realidad se desdibujan en antojos oníricos…
Mis pasos se adentran en un espacio bien conocido: la puerta cubierta con la cortina de tela burda, la madera vieja y retorcida de una puerta cansada de soportar los retratos quejumbrosos y los cuerpos juguetones de unos niños que aparecen de vez en cuando tomando sus cuarterones como caballo que los lleva a no sé qué lugar desconocido. El umbral me cede el paso a una sala de paredes encaladas en las que el adobe sembró abultamientos y grietas imperfectas, vírgenes torcidas soportan cuadros a punto de cruz, cristos y alcobas que miran ausentes, transfigurados, los ojos en blanco y negro de los relojes de los abuelos, el marido muerto, refranes y dichos que alguien trajo alguna vez de algún lugar donde ese alguien quiso acordarse de otro alguien.
Mi sombra  deambula por la casa. Las puertas de doble hoja entornan su canto viejo y familiar en un re menor chirriante y me empujan a un diálogo esperado con el pesebre de pared que ya no siempre da las horas.
Tictac, tictac, tic…tac…tic…tac…durmiente su parlamento, constante mi pregunta.
Las noches bajo las gruesas vigas de lana pesada y picajosa, el silencio en las mantas, el jolgorio de los gatos en el sobrado y sus peleas con las nueces y bellotas almacenadas para el invierno. El fuego crepita en la cocina y unas sombras temblonas se arrojan sobre la cal ahumada y desvaída, las brasas alientan el borboteo de un gozne y su olor penetra en los canales del córtex hasta territorios remotos. El vahído del sueño ablanda las aristas de las paredes, el suelo comienza a inclinarse, mi cuerpo traspasa una nueva puerta, se ensancha a mi paso, se estrecha a mi espalda; la estancia es un gran angular imposible al ojo. Hay un pequeño balanceo de objetos viejos, llenos de polvo y oscuridad, de tiempo dormido en los pucheros, manzanas frescas y tomates mustios, periódicos acartonados que cuentan días muertos, restos resecos aferrados a la lentitud de su podredumbre.
Una alcayata cruje. Calla la noche. Hablan las ausencias…
Fuera me espera - lo sé -  el agua, el agua que cae sobre la piedra, agua fresca del pozo que salpica la planta de azahar, la piedra fresca de primera hora de la mañana. Y mis ojos infantiles escapando de las sábanas, solicitando en la ventana permiso para alcanzar ese rayo de sol que quedó atrapado en la transparencia del agua.

Pilar Luengo


Mal avenidos

De todo el mobiliario yo le concedo el galardón a la Alfombra
El sofá siempre invita a sentarse y ensuciar la mesa con los pies. Como puede intuirse, se trata de dos compañeros de casa mal avenidos y que han trazado una línea de separación de espacios vitales, aunque tengan intermediarios que hacen de puente, como por ejemplo la expuesta alfombra. La alfombra siempre se lleva todos los refrotes y pisotones: que se vierte una taza, la alfombra lo recoge , los revolcones de los niños, la alfombra los aguanta; mientras los padres disfrutan en compañía de la encimera, la copa y el taburete .
La pelusilla lábil pin pin pin flush flush traza el entablado itinerario hasta la alfombra y se oculta para no ser vista, por instinto de supervivencia como toda especie animada. Aquí nuestra querida sufridora es una heroína salvando vidas, casi siempre tan discreta para causar las menores molestias y no atraer a la depredadora aspiradora a costa de permanecer ella impura y sucia.

Antonia Oliva


A
Mientras ascendía por los roñosos peldaños de madera, un leve sentimiento de angustia oprimió mi pecho. Las tablas de madera, a punto de putrefacción, se quejaban de mi peso con fuertes crujidos. Una entrada muy peculiar para una casa tan extravagante.
La puerta principal era azul celeste, tan intenso cómo si los dueños hubieran arrancado un cachito de cielo y lo hubieran encadenado con bisagras entre dos paredes.
El vestíbulo, de un color naranja cálido como un atardecer en el mar Caribe, estaba repleto de estanterías con enormes volúmenes y libros de toda clase y de todos los colores. Pensé que podría pasarme la vida entera entre esos muros, sentada en esa vieja butaca que daba la impresión de haber sido tallada especialmente para permanecer toda una vida en la misma posición, quieta, solemne, expectante junto a la chimenea más grande que había visto nunca. Parecía una boca de metro, en el que los troncos como verdes y húmedos vagones, entraban para emprender un viaje del que nunca volverían. Las paredes, ornamentadas con carteles e imágenes de todo el mundo, daban una sensación cosmopolita, universal y al mismo tiempo cegadora. No me percaté ningún signo de electrodomésticos de última generación en toda la casa, lo cual me deleitó aún más. Incluso un pequeño teléfono móvil, muy anticuado a decir verdad, reposaba avergonzado sobre una mesa, excusándose de tan ignominiosa intromisión en una casa tan especial.

B
Mientras ascendía por los roñosos peldaños de madera, un leve sentimiento de angustia oprimió mi pecho. Las tablas de madera, a punto de putrefacción, se quejaban de mi peso con fuertes crujidos. Una entrada muy peculiar para una casa tan extravagante.
La ventana era azul celeste, tan intenso cómo si los dueños hubieran arrancado un cachito de cielo y lo hubieran encadenado con bisagras entre dos paredes.
El cuarto de baño, de un color naranja cálido como un atardecer en el mar Caribe, estaba repleto de sillas con enormes volúmenes y libros de toda clase y de todos los colores. Pensé que podría pasarme la vida entera entre esos suelos, sentada en esa vieja televisión que daba la impresión de haber sido tallada especialmente para permanecer toda una vida en la misma posición, quieta, solemne, expectante junto a la nevera más grande que había visto nunca. Parecía una boca de metro, en el que alimentos como verdes y húmedos vagones, entraban para emprender un viaje del que nunca volverían. Las paredes, ornamentadas con sillones y sofás de todo el mundo, daban una sensación cosmopolita, universal y al mismo tiempo cegadora. No percaté ningún signo de electricidad en toda la casa, lo cual me deleitó aún más. Incluso un pequeño ordenador, muy anticuado a decir verdad, reposaba avergonzado sobre una mesa, excusándose de tan ignominiosa intromisión en una casa tan especial.

Lucía Livianos Arias

1 comentario:

  1. Inicio mi visita a las casas encantadas de los “escritorescreativos”:
    • La casa de Sofía tiene sabor a poesía… todo poesía:
    “El dulce se baña de
    puertas y ventanas,
    cristal y suelos
    en la cama del placer.”
    • ¡Vaya susto me llevo en la casa de Andrés Santos: “de una de las escaleras del techo cuelga muerto el dueño de la casa”…!
    • Por la casa de Alfredo me pasé: me “invitaba a crear una estrofa formada por más de seis versos endecasílabos y heptasílabos que riman en consonante al arbitrio del poeta” y así lo hago.
    • Ana me ha llevado a casa de Alfredo (supongo que no a la de Alfredo Domínguez, nuestro “escritorcreativo”, debe ser otro) octavo A… he quedado agotado con los diecisiete escalones y las diecisiete almohadas de “altura tan desmesurada”… el vino al final me lo he bebido yo…
    • Yo también “Me sorprendo al entrar en esa ventana amplia, luminosa llena de cacharros y radios” de la casa de Carmen Alonso y me sorprendo más cuando “desde el fregadero abierto se oye trinar a los pájaros posados sobre el alfeizar”.
    • La casa de Sara es un sueño… “esas paredes lisas tentadoras a las que abrazarse irresistiblemente”… “el cuarto amplio bañado en sol”… “la cocina que explotaba en mil colores y regalaba un olor fresco a lavanda recién cortada”. Lo mejor de todo es el despertar con el “sabor a cerezas en la boca”… ¡Uau!
    • En la de Vicente me recuesto en la cortina y me voy convirtiendo en merluza congelada, una, dos, tres veces… ¡me voy a la casa de Sara otra vez!
    • La casa de Pilar Luengo me traslada a la nostalgia de los abuelos, de “sobraos” cargados de polvo y misterios… “de niños juguetones que aparecen de vez en cuando tomando los cuarterones de la puerta cansada y quejumbrosa como caballo que los lleva a no sé qué lugar desconocido”.
    • En la casa de Antonia Oliva dejo caer mis uno sesenta y pocos en el sofá, aunque percibo la tímida mirada que me lanza la alfombra brindándose para aguantar mis cansados pies, aprovecha para enseñarle un fleco de desprecio al sofá… es que el vino que llevó Ana a casa de Alfredo me ha dejado un poco mareado.
    Mis respetos y admiración para todos los “escritorescreativos” participantes de esta tarea y como no para nuestro maestro y poeta, Raúl Vacas.
    ¡Ja…ja! hasta la próxima… tengo entendido que se están elaborando unos menús “biblio-ricos” para chuparse los ojos…

    Marcé Venttini

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