Pláyades

La sesión del lunes, 16 de mayo, la dedicamos a los refugiados. Son muchas las noticias que semana a semana, día a día, nos muestran la muerte de muchos refugiados en el mar o en las ciudades sitiadas por la guerra de las que tratan de huir. Todas estas historias forman parte de una estadística. No son, para quien se siente ajeno a este drama, más que una cifra. Pero cuando cada una de esas historias cobra vida y se nos muestra a sus protagonistas con nombres y apellidos y una historia terrible a sus espaldas la tragedia tiene otro cariz, entonces sí que nos atañe un poco más.


La Asamblea de Apoyo a las Personas Migrantes tiene previsto para el mes de junio varias acciones encaminadas a la visibilización y concienciación sobre el drama de los refugiados. Una de esas acciones, coordinada por Josetxu Morán, nos presentará los testimonios -en el último momento de sus vidas- de diferentes refugiados. La acción está inspirada en el montaje "Morir en Bagdad" que realizó el Col.lectiu Teatre per la Pau, en la basílica de Santa María (Mataró) en marzo de 2004.


MORIR A BAGDAD from Jordi Cuyàs on Vimeo.


Para dicho montaje precisamos de textos que den vida y muerte a los pensamientos y sentimientos de diferentes refugiados. Se trata, fundamentalmente, de recoger su último recuerdo, sus últimas palabras, antes de morir.

Dejamos aquí un ejemplo de Cris Sánchez quien da voz a Widad, ama de casa de 32 años:

Tengo treinta y dos años. Sí, lo sé. Ya hace tiempo que se me pasó la juventud. Una mujer con esa edad ya tiene las caderas ensanchadas y costumbres de esas de dejar pasar los días sin más. 
Tengo dos hijos, motores de mi vida, y un marido,al que sin saber si está vivo o muerto desde hace más de dos años le respeto y le hablo cada noche. Tenía una madre. Bueno, realmente ella me tenía a mí. Una mujer luchadora y valiente convertida en nada. 
Tengo una casa ordenada, limpia, con su luz y sus alcobas compartidas, derruida, con su patio y su olor a jazmín cada vez más tenue. 
Y con todo eso no tengo nada. Hace tiempo que cada día a la nada se le resta algo y la dejo a deber. 
Ya se me han olvidado las noches silenciosas y los amaneceres con cantares, las conversaciones en las calles, el olor a comida recién hecha, la sensación de calor, un paisaje, el color de una tela nueva, andar sin prisa, una sobremesa saciada, el cuerpo de mi marido sobre el mío compartiendo sudor…. Pensar en eso me acongoja el alma y me hace llorar sin consuelo. Como hemos llegado a esto?. Lucho por alejarme de estos pensamientos y ser recia y dura, vivir sin que el derecho a la sonrisa sea cosa mía. Eso ellos no lo entienden y salen con su bici, y ríen y juegan con sus pupilas opacas a las ruinas y a la muerte de su alrededor. Y tú luchas entre el enfado por su ignorancia y la envidia por su inocencia. 
La intensidad de mi vida en estos últimos cuatro días jamás la pude imaginar como soportable. Mi madre murió el Lunes. De cansancio. No de vieja ni de pena. Fue de cansancio de ser espectadora de tanta atrocidad. Ella siempre fue generosa y en su muerte me dejó la vida que no gastó. Y sólo por sentir eso me veo culpable. Pero no puedo evitarlo. Es el momento de salir. De buscar un futuro donde se pueda respirar y no esté el miedo en cada plato de sopa y en cada mirada. No me reconozco ni en mis pensamientos pero es la hora. Ni mirar hacia atrás ni hacia adelante; miro el aquí y ahora y vivir sin vida no tiene sentido. Llevo 30 horas sin dormir pensando absurdamente qué llevar para un viaje así. Y te ves en un sin sentido poniendo en manos de una manta o mis gafas o un juguete tu equipaje vital. Estoy aturdida pero no ceso. No quiero rendirme. Me obsesiona no volver a ver al amor de mi vida y aún he soñado que aparecería en el último momento y que el viaje fuera de los cuatro. Escribo ansiosamente papeles que escondo en cada rincón de la casa, en la calle, en los amigos cercanos que aún sobreviven... Le digo lo que le amo y que me espere, que cuando todo acabe volveremos, porque este es nuestro lugar, y construiremos de nuevo un patio con olor a jazmín. 
Hoy es Viernes. Salimos los tres sin hablar. Les digo que miren al suelo. No quiero de despedida un recuerdo de un hogar destruido. Como si no lo hubieran visto de sobra en el último tiempo. Bajamos la cuesta y extrañamente comenzamos a reír como hace tiempo, no tanto tiempo. Y ellos saltan y corren y lucho para respirar sin aliento e intento hipócritamente desnudarme de mi miedo mientras les veo y me embadurno en su ignorancia y su inocencia. Y en la oscuridad subimos a una barca abrazados, camino de un abismo que sabe a salvación. Con confianza en la llegada y en que el ser humano entienda que esta era la única opción. Y miro al mar. Y aprieto el abrazo hasta doler para sentirnos uno. Porque aquí empieza nuestra oportunidad…


Estos son los trabajos enviados por algunos de los participantes en el taller:

El mismo lenguaje

"Todas las banderas hablan el mismo lenguaje. Da igual el color de su paño o la altura de su asta. Su vuelo siempre es ciego. Su batiente, sordo. Los muertos lo saben. Nadie los escucha. Quienes les sobreviven cubren su boca con tierra para que callen. Hacen de una fosa común, nichos individuales. Blanquean sus sepulcros con lágrimas y amortajan sus yacijas con promesas. Basura de aire y agua con la que abonan altares que profanan su memoria y estrangulan el aire. No hay vida cuando el pan se amasa con sangre. La harina que se hornea en el dolor de un ombligo no reconoce iguales. El hummus que se elabora con semillas de duelo y venganza alimenta las piezas de un tablero donde un rey de dos caras y un laberinto de máscaras, lucha por su corona. Ninguna batalla es sincera.
Escúchame bien Nabila, tu semilla jamás tendrá tierra si la leche de tus mamas no le recuerda que su rostro es todos los rostros, que cualquier peón tiene el mismo valor que un monarca, que un credo de culpas y pesares es la guillotina con la que el verdugo decapita cualquier aurora. Para el que vive entre sombras, la luz siempre es una amenaza.
Pequeña mía... apenas distingo el papel donde te escribo y tengo frío. Pronto pasará. Todo pasa. Cuando regreses de buscar algo de agua, yo me habré ido. Antes de hacerlo, necesito decirte lo mucho que te quiero y agradecer de corazón que tu corazón nómada haya sido mi jaima.
Pequeña, pequeña mía... nunca entendiste por qué me quedé, por qué preferí las ruinas al camino, por qué noche tras noche (y han sido muchas) desoía la promesa de un mar sin puerta, por qué me afanaba sin descanso por buscar entre los escombros días nuevos. Yo tampoco. Solo se que cada vez que la duda rozaba mi vigilia o mi sueño, me sentía el trebejo de una jugada ajena. La libertad me pedía que tallara su nombre sin que nada emponzoñara su perfume.
La libertad... ¡Cuántos calzan su aroma con babuchas feroces! Escúchame bien Nabila, la libertad camina descalza.
Tú eres arqueóloga. Yo artesano. Miles de veces me has explicado la belleza de los mosaicos. Comparabas los que nacían de mi mano con los de Nínive y Madaba. Me explicabas el por qué de su geometría expresiva. "Virtuoso del teselado", eso decías que era, y yo, y todos nos reíamos. Eramos tantos...
La lacería es un arte tan hermoso como difícil, asegurabas. Un zig zag de líneas y polígonos que taracean un patrón lineal.
Pues bien, mi pequeña Nabila, tal vez mi obstinación por no partir haya nacido del parco entendimiento de tus palabras. "No quiero ser la tesala de una composición que perpetua la desgracia". La angustia y el desconsuelo son emblemas de un sutil alicatado que nunca termina.
Debajo de los cascotes que uso de almohada, envuelto en un paño que fue esmeralda, hay unas cuantas libras. Las recolecté de los muertos. Te permitirán pagar el pasaje de una de esas barcazas con las que sueñas y algún que otro peaje que aún desconoces. No me entierres. No quiero que mi boca calle. No me llores. No quiero estrangular el aire.
Mi pequeña Nabila, no conoceré a mi biznieto. Hablale de mi. Hablale de todos. De los días felices que trenzamos al sol. Fueron muchos. Dile que todas las tierras y todos los hombres son iguales cuando no escuchan el lenguaje ciego de las banderas.
Tu abuelo

Abban"


He leído esta carta todos los días. Ha sido mi alimento y mi jaima. Mi pequeño ha mamado sus letras y ha dormido en sus palabras. Mañana zarpamos. Somos demasiados para un cascarón tan endeble. Tengo miedo. Se que vamos a ninguna parte. Que si llegamos, después de una palmadita y una manta, seremos nadie. Los trebejos olvidan con facilidad. Es sencillo convertirse en tesela. La rabia germina con fuerza a los dos lados de la alambrada. Las pupilas están sucias. Un rey de dos caras y un laberinto de máscaras rie en su recámara. Nadie le quitará su corona. Él manda.
Me angustia pensar que la mar puede arrebatarme al pequeño Baraka. Iría tras él. Pero y si la mar me reclama a mi. ¿Quién le diría que su rostro es todos los rostros, que la aurora se pudre cuando las banderas hablan, que el refugiado es el refugio de quien le acoge, que se puede romper un polígono, que en la tierra prometida la libertad anda descalza?
Mañana zarpamos. He envuelto la carta de mi abuelo en un paño que fue esmeralda. La he escondido entre las ropas de mi pequeño Baraka. Espero que sea su alimento y su jaima si la mar me reclama.

Ana Isabel Fariñas


Alma (38)

Soy Alma.
Aquí, en el campo, no hay techo.
Es de noche.
La lluvia está helada.
Y ella tirita tanto entre mis brazos…


Y cómo podría ahora decirle los días de colores que le tenía pensados. Los lugares de sol andaluz y verde irlandés por descubrir, los libros por leer, las historias con que volar en pantalla grande, si esta pesadilla impide cualquier sueño.
Con qué cara, con qué mentira, podría recordarle la importancia de las frutas y las vitaminas para que crezca sana y fuerte, si esta leche en polvo solo nos ha provocado cólicos que ralentizaron nuestros pasos y los ahogaron en la noche.
Con qué cara, con qué mentira, podría proponerle compartir las labores y el amasado del pan, el sabor del café primero antes de la oficina y las aulas, si ahora la huida y el miedo son la sola rutina y no hay más calendario.
Con qué cara, con qué mentira, podría acompañarla en la magia bella y poderosa de su primer período, cuando el fango frío y el hacinamiento cansado nos han infectado, también el ánimo.
Con qué cara, con qué mentira, podría asegurarle que habrá hombres y mujeres que la amen, de amor bueno, cuando aquel uniforme de manos repugnantes ha manchado su inocencia.
Con qué cara, con qué mentira, podría prometerle que es importante la razón y los por qués, que la ternura es lo más valioso, si han sido el humo y los gritos de dolor los que nos han empujado a salir corriendo sin destino.
Cómo podría yo decirle que lo que vendrá es bello, si la lluvia está helada.
Si ya no tirita.

Carmen Álvarez Hernández


Aisha

“Las refugiadas carecen de medicamentos”.
Situación sanitaria caótica en los campos de refugiados.

Creí que iba a vivir y moriré en cualquier parte.
Mi padre, servidor del Misericordioso, idólatra de cabras y borregos, me vendió a los 14 ó 15 años. No conozco la fecha de mi nacimiento, soy una mujer. Mi madre no tenía voz, no existía. Me pusieron el trapo encima y desaparecí. No volví a ver a mis hermanos, a los otros no quiero verlos.
Mi amo, mercenario de burdeles y asiduo visitante de mezquitas, me violaba a capricho. Mi vida de bulto con ojos, transcurría de aborto en aborto, lo que acentuaba su desprecio y el de la ralea que a veces traía a casa para disfrutar insultándome, saco oscuro sin identidad.
Cuando estalló la guerra, se alistó en no sé cuál de las facciones y, en poco tiempo, ascendió a asesino de todo lo que no puede defenderse.
No me encontraba bien. Notaba un malestar difuso, sensación de fiebre, dolor de cabeza y me salió una erupción que desapareció un tiempo después.
Celebré su muerte cuando su propia metralla lo destrozó hasta dejarlo casi irreconocible, y me pareció que recuperaba algo de libertad. Tuve que revisar sus papeles y, entre ellos, encontré varios informes de un hospital privado, con personal extranjero, que no pude entender. Solicité una consulta con el médico que firmaba los informes. Cuando acudí a verle, su primera reacción fue de sorpresa al darse cuenta que ignoraba tanto el diagnóstico del que había sido mi marido como las consecuencias que ello podría tener y que nunca me había comunicado. Me explicó que había sido diagnosticado de SIDA y me recomendaba una revisión. Le conté lo que sentía y me hicieron las pruebas que confirmaron lo que nos temíamos. Era seropositiva.
Comencé el tratamiento y mejoré. Mientras tanto, la situación se hacía insostenible y nuestras condiciones de vida empeoraron hasta el punto de vernos obligadas a abandonar los escombros en los que habían convertido nuestro pueblo.
El hospital que me suministraba el tratamiento cerró y no pude conseguir la medicación.
Me sumé a las columnas de gentes que huían. Llegamos al mar, a las playas donde nos troceaban, clasificaban y saqueaban por una remota esperanza. Los velos cayeron y quedé a la intemperie. Se me negó el viaje hasta en una de aquellas húmedas fosas comunes.
También hay castas entre las despojadas. No era una refugiada, era una apestada.
Creí que podría vivir y voy a morir en ninguna parte.

Dionisio Alonso


Asira. 34 años

Navego en un tiempo de dura realidad. Mi cuerpo se desliza en un bote que grita al universo. EL viento azota mi piel, lucha por llegar a un mundo desatado. Días sin límite destrozan la pasión, reprimen el futuro que invade mi existir. Deshecha entre las olas, despierto al horizonte que gime de nostalgia lamentos de inquietud, de guerra inacabada.
El tiempo se hace agua, la tierra se diluye en llantos de pasión.
Deseos de otro mar definen mi camino. Emigro hacia la luz que colma mis recuerdos. Los días se disuelven rasgados en el mar.
Mi vida es un reto de lucha por la paz. El poso de mi ser, que lame la distancia, envuelve mi latir con vientos de otra historia.
Migrar es olvidar tu patria y tu aposento, correr con la inquietud de un mundo despeinado, ajado por la piel que implora nueva vida.

Sofía Montero


Walid, el niño que solo conoció campos de refugiados

Walid. Soy Walid Amraqui. Un niño de cinco años. El Ruso me decían.
Los niños en Zaatari se reían, escapaban. Soy rubio.
Por que soy diferente, soy rubio. Soy distinto a todos, a mis hermanos, padres.
Ahora no tengo amigos ni rubios ni oscuros.
Por esto lloraba mi madre. Mi padre la abrazaba muy fuerte.
Él dice, olvido, ya he olvidado. Ella, gracias por aceptarle.
Si, si, hice algo terrible antes de nacer para tener el pelo rubio.
Lo rapo pero sale siempre rubio. No quiero que llore.

Nací en el campo de Zaatari y tengo cinco años.
En Zaatari murieron mi hermana Fathia y mi abuelo.
Murió por desobedecer. ¡Pobre Fathia!
Bebió agua por que tenía mucha sed y mucho calor.
En Zaatari nací yo aunque creo que no lo deseaban
Éramos ocho. Solo quedamos seis, por los caminos.

En Siria quedó mi abuela aplastada en su casa
Mi abuelo había comprado caramelos y les hacía bailarinas con un cartucho y un palo.
En Siria caen bombas y se caen las casas encima de las personas.
Así murió mi abuela en Siria con más de 60 años. Y mi familia se fue de allí, hacia Zaatari
Si se te cae encima una tienda no te mueres.

Pero ¡quiero una casa, quiero una casa
quiero una casa!. Eso dice mi madre

¡Estoy cansada, cansado!
¡Estamos muy cansados de caminos!
¡De comer mierda! ¡De no tener amigos!
¡Tengo frío, hambre y mis botas también tienen hambre!
¡Estoy harto de la gorra para disimular mi pelo y que no me roben !
Pero, para llegar hay que pagar

¡Papá, por favor, dale todo el dinero!
Quiero sentarme en una silla a leer libros y a escribir
Seré mayor y policía para dejar pasar a todo el mundo y detener a los ladrones
Conduciré autobuses para que la gente mayor y las mamás con niños no se cansen de caminar
Mataré a los que pegan y empujan, tendré un escudo más grande que el suyo para empujar más
Seré tan fuerte que llevaré a mi madre en brazos a coger rosas silvestre para el pelo

En el atardecer nos asentamos
Hoy hay ropa y comida. Podemos permanecer aquí un día entero.
Oigo dar cuerda a un reloj y salgo solo de la tienda.
¡Oh! ¡un camión de juguete con alarma!
Si, siiii,sssii lo quiero, por favor.
Voy, voy. Regresaré rápido
Y no es necesario que avise. No tengo de que preocuparme
Solo desobedezco un poco.
Me ha dado un caramelo o chocolatina, no sé qué es.
He accedido a acompañarle. Nos alejamos rápido.
Me coge fuerte de la mano. Escucho ladrar a unos perros hambrientos
Intento huir y gritar pero no puedo moverme

Antonia Oliva


David. 27 años.

Cuando una bomba estalló en su casa, solo quedaba lo que había ahorrado para seguir estudiando la carrera de deportista en la universidad y el dinero de lo que cobraba en el gimnasio, algo de sus padres...
Compartía piso con su novia Alba y su amigo Agustín (Agus).
Decidió que era el momento de irse.
Conoció a Alba cuando tenían solo 16 años en una presentación en Madrid de una clase de Zumba, fue un flechazo instantáneo y ahí surgió el amor.
Marcharon de casa con las maletas, lo poco ahorrado y cruzaron la frontera de Macedonia.
David estaba agotado, había días que dormían fatal, bajo el frío del desierto, el calor del día...y el acumulo de horas en las piernas le pesaba.
Estaba pendiente de Alba, habían perdido la pista a Agustín.
A David le preocupaba el mero hecho de perder a Alba para siempre.
David miró hacia atrás al sitio donde había trabajado durante 5 años, la gran pena le entró al verlo todo destrozado y quemado.
Y miró hacia adelante, decidió parar por Alba, que iba sin fuerzas desde hace rato.
¿Qué les deparaba? ¿Qué les esperaba?
Ni él lo sabía. Tenía miedo. Miedo por Alba y miedo por él.
A la bajada encontró un ligero camino hacia un valle muy verde y encontraron una cabaña abandonada.
Decidió quedarse allí con Alba, tenían todo lo que necesitaban.
Ella quedó dormida y David la tapó.
Le dolían las piernas y decidió darse un buen baño en el agua del río que bajaba del valle pero siempre pendiente de Alba.
Una voz en medio de la tranquilidad y el silencio le devolvieron a la realidad.

- ¡David!- Agustín le observaba.

Y David con mucha alegría le dio un buen abrazo.
Sin embargo, en el último momento cuando los dos amigos se estaban abrazando, un disparo directo, le dio a Agustín de costado, David notó que su amigo se le iba de las manos y que lo estaba perdiendo.

- Perdóname, David- le dijo- solo quise defenderte.

David pegó un grito que se oyó en todo el valle y despertó a Alba. Para cuando ella llegó fue demasiado tarde. David sujetaba a su amigo llorando. Agustín fue enterrado al lado de la cabaña y esperarían el tiempo necesario hasta que pudieran rehacer sus vidas. Pero a David ese día no se le olvidará nunca y sus palabras.

Iria Costa


Humana
Era al caer la noche cuando podía, al fin, alzar sus ojos. Su propia oscuridad pasaba desapercibida en la negrura y su mirada se recreaba en las estrellas… no se las habían podido quitar, sus alas negras no llegaban tan alto.
En otra vida había sido libre: había reído, cantado y sus ojos azabaches habrían conquistado el mundo. En otra vida… En una en la que leía, escribía y sus opiniones eran escuchadas… en una en la que era un ser humano.
Pero cuando llegaron ellos la convirtieron en un objeto… un objeto que usaban a su antojo y que apartaban de la vista del sol cuando no servía. El velo, que antes lució con orgullo, comenzó a crecer en torno a ella hasta ahogarla, pero para entonces ya no importaba, porque ella apenas era ella.
La noche que comenzó a seguir a esas familias que huían, ni siquiera quedaban pensamientos dentro en su mente, sólo inercia. Y la inercia la llevó hasta el mar y la brisa arrastró las telas negras y al alzar la vista allí estaban ellas, sus estrellas. Esa noche se prometió a sí misma volver a reconstruirse, porque daba igual lo que le esperara al otro lado, a ella no le quedaban opciones.

Leticia Vicente


Youssef

Vivo y trabajo en Alepo, ciudad asediada y constantemente bombardeada. Me llamo Youssef, soy hijo de Ibrahim, estoy casado y tengo dos hijas: una de tres años y otra, de uno.
¿Por qué sigo en Alepo? ¿Por qué no huyo?
Porque tengo que trabajar para mantener a mis hijas, para que puedan tener un futuro.
Además, mi trabajo es muy importante. Trabajo en un hospital. No soy médico, no soy enfermero. Trabajo de electricista. Hago frente a los continuos cortes de electricidad.
Sé que soy un objetivo militar. Lo asumo. Pero alguien tiene que hacer este trabajo.
Alepo es disputada por las fuerzas del régimen y de la oposición, y los ciudadanos que se encuentran entre ambos bandos son frecuentemente alcanzados por el fuego. Al hospital también llegan soldados heridos del frente, situado a unos escasos centenares de metros de aquí.
De vez en cuando se oyen las alarmas antiaéreas. La gente corre a esconderse en los sótanos. Si estoy en la calle, si estoy en casa, también corro a esconderme con mi familia. Si estoy en el hospital, no huyo. En el caso de que se fuese la electricidad debo reestablecer la corriente rápidamente. Si no lo hago, aquel que se encuentre en el quirófano en ese momento puede sufrir nefastas consecuencias.
Ahora, las alarmas suenan. Se oye una lejana explosión. Las luces tiemblan. Espero que aguanten, que no se vayan.
Estoy en un pasillo del hospital. Un enfermero me mira aterrorizado. Tranquilo, le digo, hoy sobreviviremos.
Oigo una explosión. Cuando llego al suelo, el pasillo se derrumba. Todo el hospital se viene abajo. Estoy atrapado entre los escombros. No me puedo mover. No puedo oír. Puedo ver el aire libre, el esqueleto del hospital, pero no puedo ver al enfermero.
¿Dónde estás? ¿Dónde estás? –grito. Pero sigo sin oír.

Óscar Fernández

Arrastrando el alma muerta

Nada. 32 años. Profesora.
Si de verdad existes, ¿por qué no nos defiendes?
¿Y tú te haces llamar “Padre Nuestro”? Perdona mi sonrisa escéptica. Perdona que lo dude: un padre no abandona a su suerte a su prole. ¿Cómo permites esta barbarie? ¿Cómo consientes que uno siquiera de tus descendientes tenga que sufrir los estragos de una guerra? ¿Accedes a que le arrebaten todo lo material e inmaterial? ¿Cómo toleras que tenga que abandonar por la fuerza su vivir: el lugar donde nació, creció y vivió? ¿Que deje atrás sus rincones favoritos, el olor de los alrededores, el ruido de su monotonía sin apenas darle tiempo a despedirse? ¿Por qué dejas que tus retoños renuncien a los sueños por los que tanto han luchado: su trabajo, su futuro, su familia?
Y a mí… no era suficiente con arrebatarme mi mitad; esa con la que había decidido compartir mi vida. No sólo había que destruir los cimientos de la casa, no, había también que sepultar sus restos bajo los escombros. Él que tantas veces me había suplicado escapar a un lugar más seguro. Sólo para ofrecerle a su futuro hijo una oportunidad mejor. Y yo, que me resistí insistentemente. ¿Por qué no lo escuché? Al menos estaría vivo. Ahora nada se puede hacer. Sólo llorar su vacío. Y maldecir una y otra vez mi testarudez. ¿Acaso es un castigo hacia mí? Respóndeme.
Había que continuar adelante; huir por ese hijo a punto de nacer. Por el sueño de su padre desaparecido. Se lo debía a él. Ves, al final, lo escuché. No como tú, que haces oídos sordos a las súplicas de tus hijos. ¡Qué ironía! Ninguno de los dos se conocería… Al menos uno de ellos oyó hablar del otro. Aunque apenas sin entender y por poco tiempo. Hasta su muerte. Nueve meses formando parte de mi ser y tres fuera de mí. Sufriendo. Ojalá no hubiera existido. Ojalá no lo hubiera conocido.
¿Cómo es posible que un recién nacido tenga que morir a causa del hambre, del frío, de enfermedad? Mientras unos viven en la opulencia, a otros se les niega una medicina con la que sobrevivir. Un padre, escúchame… porque he sido madre e hija y sé lo que digo, no debería tener favoritos. ¡Ah!, perdona, que no todos somos iguales. Lo había olvidado. ¿Esto es otro castigo? ¡Qué mal se portan tus hijos nacidos en esta parte del planeta para azotarlos de este modo!
Y hay que seguir, seguir, seguir…. ¿Para qué? ¿Para llegar a esa Tierra Prometida? No quiero alcanzarla sola, sin alma, sin nada.
Me lo han robado todo. Sólo me queda la tristeza de ser superviviente. Sí, superviviente. Pero, ¿de qué? No soy más que un muerto, que vive sin voluntad, sin esperanza.
La fila me arrastra; mi reciente amiga me consuela, me lleva. No quiero embarcar, pero ella me obliga. No quiero cruzar el mar. Sólo deseo volver atrás. Por favor… no quiero seguir. Más despacio. Mi hijo. Mi marido. Mi casa. Mi trabajo. Mi país. Mi vida. No puedo partir sin ellos. Únicamente quiero desaparecer en medio de tanta inhumanidad.

Toñí Martín del Rey


Una oportunidad

Mi madre solía preparar por las mañanas su bizcocho especial para que mis hermanos y yo desayunáramos. El aroma a dulce inundaba toda la casa los fines de semana. Era algo que te reconfortaba y llenaba de felicidad a partes iguales. Las tradiciones en general, es una de las cosas que más me gustan en el mundo. Siempre te acuerdas de ellas vayas donde vayas y te hacen sonreír, echándolas en falta cuando no las tienes. El calor del hogar. Era ya un vago recuerdo en mi memoria. Cada vez que abro los ojos las paredes de la que era mi casa se desmoronan, mostrándose ante mí la realidad vigente. Un niño lloraba al fondo del campamento improvisado donde estábamos más de un centenar de personas. Tenía hambre y frio. Un día su llanto cesó y con él varias voces de alrededor. Todo se iba quedado cada vez más apagado, en silencio, como pequeños susurros que se van ahogando poco a poco en la oscuridad. Mi mente divagaba, me sentía hija de nadie, sin ningún lugar al que regresar ni tampoco al que ir, como parada en el tiempo y en el espacio y, ante mí, la nada. Llegaron noticias de que los militares vendrían por la mañana, nos llevarían a un refugio con comida, mantas y una oportunidad…una oportunidad, con esa idea en la cabeza me dormí sin despertar, una oportunidad.

Yaiza Gómez


Crónica en Alepo

Anochece y el sol deja un bostezo rojizo entre algodones. Alepo no es ya , ni tan siquiera, un tibio laberinto incomprensible, es solo un enigma real y doloroso.El aire es una víctima más deslizándose entre el cemento humeante y los escombros de las calles.Los edificios que elevaban antes su soberbia identidad de hijos de los hombres,muestran ahora sus descarnados esqueletos víctimas de confesados odios y desbordadas iras.
Llevados por el viento , los plásticos se mueven levemente ahuyentando el silencio de la noche.Desgarrando el misterio insondable de lo humano, arrastrando , como velas, mi conciencia de barco hacia algún lugar iluminado donde cualquier ser humano,represente , lleno de fe, la obra no escrita de la vida mientras el viento, tacto del mundo, saborea insaciable las formas y moldea como ciego escultor una noche de verano,en el teatro inasible de la vida .
Anochece y el sol deja un bostezo rojizo entre las nubes, esperando la llegada segura y cierta de la muerte.

Tarek 61 años. Ejerció diferentes oficios desde los 13 años en que comenzó a trabajar . Durante los últimos años se ganó la vida siendo “viajante”. Actualmente vive en Alepo , de donde no quiere salir, ayudando a sus vecinos.
Continuamente observa el cielo esperando...

Fernando de Castro


Ehab, 15 años, estudiante

Cuando era pequeño me abrazaba a las piernas de mi padre para no caer si el camino era pedregoso. Él nunca fue lo que se suele considerar un padre bueno o un buen padre, que suena similar sin ser lo mismo; y cuando lo acompañaba, no me daba la mano sino que me dejaba solo en mi andar inestable de niño de 4 años. No era, lo he dicho, lo que suele llamarse un buen padre: tierno, comprensivo o consejero, pero era grande y vigoroso, con la dureza que da la labranza. Yo era pequeño y frágil, y miraba hacia arriba para tratar de abarcarlo en su altura; buscaba su cabeza allá arriba, tan lejana, y aquí, cerca de mí, musculosas y palpables, sus piernas. Llevaba los pantalones planchados a la perfección, cortesía de la devoción (o sumisión, no se sabe) de mi madre, y sus zapatos impecables. Las piernas de mi padre… con las que andaba los caminos que se fueron haciendo más difíciles con los años porque pasamos de sortear geografías desiguales a esquivar despojos.

Un día cualquiera, lejana ya mi infancia (la infancia es corta en estos parajes) yo estaba en la escuela, con el trasfondo aterrador y cotidiano del traqueteo de fusiles. Pudo ser un lunes o un miércoles, de abril o de junio, de este año o del otro, da igual. Ese día, indefinible en el calendario, una algarabía distante, voz de pánico acostumbrado, y un fulgor maligno antecedieron el estruendo demoledor de un estallido. Vibró la tierra con una onda de exterminio y luego llegó la calma... una breve calma que no es calma sino aturdimiento. El pitido en los oídos me sacó de mi pasmo y corrí como por instinto. Correr no tiene sentido cuando no se está a salvo en ninguna parte, pero el hogar siempre llama con su promesa de refugio.

Al llegar a mi casa, ya no había casa. Todo seguía allí: los ladrillos, las vigas, las tejas, aunque en otro sitio, sin sitio. Y entre los escombros las vi, sobresalían inconfundibles: las piernas de mi padre, con su impecable pantalón y sus zapatos llenos de polvo. Me agaché a limpiárselos sin pensar en lo que hacía, mientras recordaba sus reprimendas cuando yo se los ensuciaba al levantar polvaredas en mis correrías. Me agaché y les sacudí la inmundicia cuanto pude.

Unas voces me llamaban desde un camión lleno de gente, pero yo no escuchaba, absorto en mi labor inútil. Me alzaron entre varios y me subieron allí sin que yo dejara de mirar hacia los escombros. Estuve sentado en el suelo apretujado entre las extremidades de los que estaban de pie, y busqué las piernas nudosas de mi madre o las piernas de palillo de mi hermanita, con sus eternas peladuras en las rodillas, pero no reconocí ninguna.

Ese día tumultuoso parece remoto ya. Hace varias jornadas que camino y mis piernas hormiguean, duelen, pesan. Hemos pasado por sitios donde no zumba la guerra, pero el cuerpo gruñe de hambre y tintinea de frío. No he vuelto a ver a nadie conocido, sólo camino y camino, no sé si hacia adelante o hacia atrás, no sé hacia dónde.

Hoy es un día cualquiera, puede ser un martes o un jueves, de mayo o agosto, de este año o el siguiente, da igual. Hoy hemos llegado a una playa; el rumor de agua nos recibe en nuestro éxodo que no es de esperanza sino de desesperación. Mis pies se hunden en la arena; la arena tierna y suave recibe mis pies llagados. Y me hundo, con cada paso, me hundo. Y al llegar al agua, el ir y venir de espuma me hala despacio hacia la barca, hacia una barca lejana. Y me empujan y me dejan atrás: “Mujeres y niños primero, mujeres y niños”, yo no soy ni lo uno ni lo otro. “Ya tienes 15 y no eres un niño” decía mi padre, y mi madre callaba. Atropelladamente subo a la barca (hay muchas formas de pagar un viaje que es mejor no mencionar). Y la barca parte, pausada y pesada, pausada, pesada, pesada… El motor ruge, ahogado, combatiendo las olas. Y al paso de la embarcación el agua salta levantando centellas y el mar entra a la barca y nos busca, nos aferra y nos hala con su vaivén de presagio. Las voces de mil ahogados ascienden por mis piernas y las hielan.

La embarcación sucumbe al fin por el lastre de nuestra desventura. Voces desconocidas, amigas en el desamparo, me esperan allí en el agua con su fantasma. Y yo floto sólo un instante, un instante solo.

Mientras el mar me ciñe vislumbro que mi cuerpo quedará insepulto o flotará hasta puerto incierto donde hallará fosa mas no cementerio. No habrá tumba que guarde mi nombre. Se diluirá mi nombre con la espuma.

Maritza García Toro

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